Capítulo 1. Llegamos, que no es poco.
Como ya les había anunciado, el pasado fin de semana me fui a Jerez, meca de los moteros españoles y objetivo de no pocas sectas de las dos ruedas.
Partí el viernes a una hora prudente, cosa de no pillar frío ni heladas (ni legañas) en compañía de Paco y Gaby, una pareja del Club Caponord que había conocido hace unas semanas ruteando por Guadalajara. Ellos bajan todos los años y conocen bien el camino. Hombre, perderme no me iba a perder, aunque no lleve gps mariquitoso, pero siempre es mejor viajar en compañía.
Partimos y desde los primeros momentos el ambiente moteril se palpaba en el aire. En las gasolineras, en la autovía, en todas las carreteras nos encontrábamos con moteros de uno en uno, de dos en dos o de doce en doce.
Como ya les había anunciado, el pasado fin de semana me fui a Jerez, meca de los moteros españoles y objetivo de no pocas sectas de las dos ruedas.
Partí el viernes a una hora prudente, cosa de no pillar frío ni heladas (ni legañas) en compañía de Paco y Gaby, una pareja del Club Caponord que había conocido hace unas semanas ruteando por Guadalajara. Ellos bajan todos los años y conocen bien el camino. Hombre, perderme no me iba a perder, aunque no lleve gps mariquitoso, pero siempre es mejor viajar en compañía.
Partimos y desde los primeros momentos el ambiente moteril se palpaba en el aire. En las gasolineras, en la autovía, en todas las carreteras nos encontrábamos con moteros de uno en uno, de dos en dos o de doce en doce.
En cualquier parada se palpaba ya el ambiente moteril. La V-Strom (la más bonita) es la mía.
Lo malo es que también salian cientos de camiones y miles de enlatados así que Paco optó por ir fuera de la autovía en donde además, cada diez kilómetros había unos señores vestidos de verde dispuestos a darnos una simpática receta en cuanto nos pasáramos un pelo y recordarnos eso de “Te voy a pillar”.
Camiones, motos y escuters. Buen título para una canción.
Cual caravana de dos, ellos en su Aprilia Caponord y yo en mi V-Strom recorrimos los 600 y pico kilómetros en una larga jornada, amenizada con un par de paradiñas cafeteras y muchos compañeros por todos lados. Ellos son encantadores y las charletas nos demoraron un poco más de lo necesario, pero quien viaje en moto con prisas es que no sabe viajar en moto.
Gracias a ellos descubrí que la Mancha y el norte de Andalucía no son esos lugares áridos que hay que cruzar para llegar al mar mientras las niñas en el asiento de atrás dicen “Papaaaaa, cuánto falta?” cada cien metros. Verdes y onduladas colinas y rectas y curvas y más curvas nos llevaron a buen ritmillo (marcados por los 100 caballitos de la Capo que yo luchaba por seguir dignamente).
A partir de Córdoba me sorprende que haya gente en el costado de la autovía viendo pasar las motos, con banderas españolas, saludando y gritando. Parecía que los que íbamos a correr eramos nosotros. Orgullo español y motero (y lo aburrido que debe ser vivir en un pueblo de estos para que le plan del viernes por la tarde sea ver pasar las motos y digo esto sin ánimo de ofender a ningún habitante de pueblo pequeño, que conste). Los chavalines agitan sus manos y tu te sientes una mezcla entre Dani Pedrosa y la infanta de España. Luego, mirando más atentamente, te das cuenta que el movimiento que hacen con la mano no es un saludo, sino que hacen el gesto de acelerar, para que al pasar, los que lleven molinillos japoneses de cuatro cilíndricos y alma de exhibicionista les haga el VROOOOOOMMMM, VROOOOOOOMMMM, de un motor reventando válvulas en vacío. (reitero mi comentario pijo-madrileño sobre lo aburridos que están estos pibes).
Unos cincuenta kilómetros antes de nuestro destino Paco y Gaby me demostraron su sensatez: ellos se alojaban en una casa rural en El Bosque, en la sierra de Grazalema a 60 kms de Jerez, en la paz y tranquilidad de la campiña andaluza. Y por la mitad de precio de lo que me costaba a mí estar treinta kilómetros más cerca del circuito. Segunda muestra de sensatez: ellos volvían el lunes. Yo tenía pringue así que nos despedimos con un abrazo y una foto.
Paco y Gaby en su Caponord, máquina soberbia y ¡cómo tira la muy jodía!
Llego a Paterna de Rivera sobre las ocho y media. Un pueblo típico andaluz compuesto de dos calles principales, casitas blancas, viejecillos jugando al dominó en los bares y cien peloceniceros en scooter trucados y sin casco atronando y haciendo caballitos, para impresionar a chicas apretaditas –por lo gorditas, no por lo curvilíneas- que a su vez les escupen las cáscaras de las pipas que comen. Es que la vida pastoral es asín.
Les espero en el bar del cruce, decorado con trofeos al trabajo de los podencos (¿?). Le mando un mensaje a Marc, mi contacto con el grupo de moteros con los que comparto alojamiento. Inmediatamente me contesta que están todavía a 140 kilómetros. Pido algo de cenar, me apalanco viendo la tele y cuando me he visto el telediario entero y la mitad del programa de humor de Los Morancos me empiezo a preocupar. Una hora, dos horas, dos horas y media. ¿Y si estos me han tangado el dinero de la entrada? ¿Y si me he equivocado de pueblo? ¿Y si estos se han piñado? ¿Serán cómodos los bancos de la estación de Jerez? ¿Conseguiré un rincón donde tumbarme? ¿Es fiable el Carbono 14?
Finalmente escucho el rugir de unas motos que se detienen en la puerta del bar, mirando hacia adentro. (Porque oir, oir, ya había escuchado unas doscientas cincuenta motos pasar de arriba abajo, sin contar los scooter peloceniceriles). Y ahí están, los cuatro jinetes del Apocalipsis, quiero decir, los cuatro moteros barceloneses, cubiertos de polvo y fatiga, desmontando de sus cabalgaduras cual vaqueros después de llevar diez mil cuernilargos a través del río bravo, enfundados en cuero y cromo.
Y con cara de tener los riñones partidos después de 1200!!! Kilómetros a lomo de esas maquinillas infernales que parecen diseñadas por la asociación de traumatólogos japoneses, a juzgar como te pueden dejar las vértebras y las cervicales. Dos Hondas CBR 600 RR, una Suzuki GSX-R 1000 y una Suzuki TL 1000 R (que merece capítulo aparte) con unos escapes que hacían que un F-16 pareciera un pedo de caniche anoréxico.
Uno de ellos, enfundado en cuero negro, que resaltaba aún más su corpulencia me mira y entrecerrando los ojos grita:
MOTERO NEGRO: ¿Tú eres el madrileño?
YO: Jose Manuel para los amigos. ¿Qué? ¿vamos a la casa?
MOTERO NEGRO: (que es un chico recatado y no te lleva a su casa nada más conocerte). Espera, joder, que vamos a cenar algo primero…
En cuanto pudieron recuperar la verticalidad, quitarse los monos, cascos, guanes, cubrecuellos y por encima del ruido de sus lumbares se presentaron.
Marc, Lito (el motero negro), Jordi e Iván.
Empezaron a discutir con Marc, diciéndole que si iba muy despacio. Y Marc, diciendo que ellos iban muy rápido. Aquello era una especie de tema recurrente entre ellos, como me daría cuenta luego.
En poco tiempo me di cuenta también que eran muy educados, ya que desde el primer momento y siempre que estaban conmigo, hablaban castellano, algo a lo que no estoy acostumbrado cuando me junto con gente de su tierra.
Los Cuatro Jinetes al día siguiente, cuando habían recuperado forma humana. De izda a dcha Marc, Jordi, Lito e Iván. Obsérvese la ergonomía ideal de sus máquinas para hacer 1200 kms de un tirón.
Cenamos, nos tomamos una copa en el único bar del pueblo que estaba abierto y nos fuimos a la piltra, después de hacer el sorteo de camas y que le tocara a Marc la de matrimonio y de que Lito, mi compañero de habitación estuviera a punto de denunciarme a la Convención de Ginebra contra las armas químicas cuando me quité las botas.
Al poco rato estábamos todos roncando. En nuestros sueños se mezclaba la inquietud, los nervios y la excitación a partes iguales porque mañana era ¡JEREZ HORA CERO!
Mañana más….
Mañana más….
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